Me planto delante del papel y no sé por donde empezar. Han sido tantas experiencias, tantas vivencias, tantas cosas aprendidas y en tan pocos días que me cuesta expresarlas en un papel. Hay momentos que las palabras no alcanzan para decirte lo que siento… y hoy es uno de esos momentos. Aún así, creo que merece la pena intentarlo.
Comenzábamos el campo de trabajo 9 jóvenes de Madrid, Málaga, San Fernando y Sevilla, bajo la magnífica coordinación de Fernando Bueno y Gema de Paz SSCC. La casa nos recibía con sus paredes blancas impolutas y con una insinuación de que los días que íbamos a pasar allí no iban a ser unos días normales. ¡Y vaya si tenía razón!
Regina Mundi es difícil de describir, pero si hay una palabra que se acerca a lo que es, esa palabra sería «familia». Así empezábamos nuestros días en esa casa, llamando a la puerta de esa familia mientras una persona en silla de ruedas se acercaba para abrirnos las puertas de su casa. Es magnífico sentir como ellos, te conozcan o no te conozcan, te hacen sentir miembro de esa gran familia desde el momento que cruzas esas puertas de reja.
Como digo, esta familia nos acogió en su casa y durante estos diez días nos ha ido enseñando sus secretos, sus historias, sus problemas, sus risas y sus peleas, su dolor y su alegría. Todas las historias allí guardadas son historias duras, de dolor y sufrimiento, pero también de superación y de agradecimiento, de alegría y de amor. Y cuando digo «historias allí guardadas», no me refiero a que estén escondidas, ni mucho menos. Son historias compartidas, contadas y narradas para que todo el que se acerque a esa casa con el corazón un poquito húmedo como el barro, salga moldeado por las manos del alfarero, salga con el corazón transformado y su vida trastocada.
Comenzábamos nuestros días en esta tierra sagrada, en este monte apartado, rezándole al Dios de la Sorpresa, para que nos dejáramos sorprender por lo que nos pudiera tener preparado junto a sus preferidos, abriendo nuestros corazones y humedeciendo nuestro barro. Comenzábamos ofreciendo nuestro respeto, nuestros miedos, nuestras necesidades, para así solo quedarnos con lo realmente necesario: El amor, la amistad, la confianza, la compañía, el humor… Así, despojado de todo cuanto nos separaba de ellos y asumiendo nuestras propias debilidades ha sido como hemos conseguido acercarnos a ellos sin miedo ni rechazo, sabiendo que si hay alguien que necesitaba ayuda, esos éramos nosotros. ¡Gracias por enseñarnos tanto!
El que conozca la casa de Regina sabrá que allí, todo el que puede ayudar en algo lo hace, todos tienen sus tareas y sus obligaciones: abrir la puerta, barrer la explanada, regar las plantas, fregar los platos, barrer la cocina, doblar la ropa… Tareas a primera vista insignificantes pero que dan a cada uno de las personas de allí un sentimiento de utilidad, de que no son olvidados, sino que son necesarios para otras personas, y para la casa en general. Estos días, nosotros mismos hemos asumido tareas allí que nos han hecho sentirnos útiles y miembros de la casa, como uno más, sin distinciones. No por poder andar o poder hablar nos sentimos mejores o más afortunados, sino todo lo contrario. Allí, la lógica del mundo cambia, y se impone la lógica de Dios. Uno se siente más afortunado por hablar por el que no tiene palabras, o correr por el que está sentado todo el día, o por ver por el que solo ve sombras… El prestarle tu voz, tus piernas o tus ojos a aquellos que no lo tienen es mejor, mucho mejor, que hablar, correr o ver tú mismo. Esa es la lógica que ha inundado nuestros corazones sin que si quiera nos hayamos dado cuenta de cómo ha ido cambiando.
Si algo tuviera que reseñar sobre lo aprendido en estos días no dudo en resumirlo en una frase que me ha acompañado en mis reflexiones y oraciones diarias: «El exceso de dolor solo puede superarse con el exceso de Amor». Las personas que hemos vivido allí estos días hemos tenido la suerte, sí, la suerte, de ver como Víctor, un miembro de esta familia, ha ido empeorando su estado de salud día a día, como ha ido agonizando y sufriendo y finalmente como ha muerto. Pero también hemos visto como ha sido amado plenamente por todos, como ha estado acompañado día y noche, siempre con alguien que le acariciaba la mano o le ponía un paño húmedo en la frente para bajarle la fiebre y aliviarle el sufrimiento. Y todas esas horas que hemos estado con él, todos esos momentos, siempre han estado acompañados de un Amor ciego, que traspasaba las barreras de lo desconocido, del olor y de la propia muerte. Me alegra contar que Víctor murió muy acompañado y querido, tanto por nosotros, como por el resto de acogidos, como por las hermanas que cuidan de la casa.
No puedo dejar de agradecer a todos mis compañeros de viaje tantos ratos de risas y diversión pero también tantos momentos de compartir cansancio, penas y preocupaciones. Juntos hemos ido aprendiendo los secretos de esta casa, y juntos hemos dejado que Dios nos hable al corazón. Muchas gracias también a las hermanas (Mari Ángeles, Ana, María y Carmen) que con su ejemplo y su sola presencia nos han mostrado una vida entregada al cien por cien, sin que en ningún momento les haya faltado una sonrisa, una palabra amable o una palmada de ánimo. Ellas nos han enseñado que «a Dios nadie le gana en generosidad». Qué bonito fue escuchar eso de la boca de alguien que confía plena y ciegamente en el Señor.
Y por último no puedo dejar de agradecerle a Dios la oportunidad que me ha dado de acercarme un poco más a Él, de volver a cogerme de la mano y acompañarme por un camino de sorpresas. Porque al contrario de lo que pueda parecer, al llenar mi corazón con más momentos y personas, al aumentar el hueco que esta familia reginera ocupa en mi corazón, siento que mi corazón no se llena, sino que se ensancha y en él cabe cada vez más y más amor.
Por todo esto, te doy gracias Señor.
Fdo: Ignacio Fernández Albarracín