Cuando me hablaron por primera vez de Regina Mundi, no comprendía de dónde salía tanta alegría, tanta felicidad y tanto amor si todos los que viven en esta casa tienen que cumplir tres requisitos: pobreza, enfermedad y haber pasado por alguna situación de abandono. No supe entender cómo el amor supera al sufrimiento. Pero ahora sí.
Es tremendamente difícil arrancar y expresarlo con palabras. Digamos que desde que cruzas la puerta, notas un ambiente diferente a cualquier otro conocido, un aire ante todo acogedor y familiar. Y a partir de ese instante no dejas de sorprenderte. Te sorprendes por la confianza que ponen en ti, a pesar de que no te conocen y no saben si alguna vez has lavado a alguien, o has usado una grúa o has cambiado un pañal. Te sorprendes porque no tienen miedo de contarte su historia, cada una con sus momentos de dolor y con sus momentos de revivir. Te sorprendes porque te dan más de lo que reciben de ti, y no te piden nada a cambio, sólo tu cariño. Te sorprendes porque cuando llegaste no sabías que ibas a formar parte de una gran familia, en la que cada persona es un mundo y a pesar de eso todo el mundo se quiere y se cuida de una forma especial. Te sorprendes porque la falta de sueño y el cansancio no te impiden levantarte e ir de un lado para otro, buscando a alguien que necesite ayuda o simplemente tenga ganas de estar acompañado.
Estar. Acompañar. Dar la mano. Estos días hemos comprendido la importancia de estos gestos. Desde el primer día, queríamos ser mediación de Dios, que nuestras manos transmitieran todo el amor que Él nos da. Lo cierto es que no tuvimos que concentrarnos mucho para hacer esto. Dios está presente en cada persona y en cada rincón de esa casa, pasando por el patio, las habitaciones, los baños, la cocina, la lavandería, la explanada… Pero sobre todo se hacía palpable en los gestos entre los miembros de la familia. No creo que olvide nunca el momento en el que Andrei le dio la mano a Vane para tranquilizarla en la furgoneta ni cuando el niño, Miguel Ángel (Migue para todos nosotros), fue a darle la mano a Yoni, ni sus caras de alegría. Eso sí, el que más nos enseñó fue Víctor. Cuando llegamos ya estaba enfermo, y vimos como día a día su salud empeoraba y sus fuerzas se iban. Estuvimos con él cuando agonizaba y finalmente cuando murió. Doy gracias a Dios por cada momento que pasé a su lado, por cada rato que le di la mano y por cada vez que cambié el paño mojado que sosteníamos en su frente para refrescarle. Creo que todos los que vivimos con él sus últimos días rezábamos para que el Señor le librara del dolor y se lo llevara pronto, y Él oyó nuestra súplica. Víctor no pasó ni un minuto solo en su cama. De hecho, muchas veces no se podía entrar en la habitación de la cantidad de gente que estaba a su lado. Y así, se fue, sintiéndose acompañado y dejándonos a todos tristes pero a la vez aliviados. Con Víctor vimos que el Amor de Dios, con su forma de traspasar el alma, supera con creces el sufrimiento.
Sí, pasamos por momentos duros en los que las lágrimas emborronaban nuestra mirada. Sin embargo, no nos faltaron risas. Más de una vez tuvimos agujetas en las mejillas de tanto sonreír y en la tripa de tantas carcajadas. Pudimos despejarnos y salir de la casa en tres ocasiones. La primera fue en nuestra excursión a Isla Mágica, la segunda en la piscina y la tercera en el cine. Estas salidas nos permitieron conocernos mucho mejor y, sobre todo, cambiar nuestra forma de vivir cada momento. Porque todos habíamos estado en una piscina antes y nunca nos habíamos reído tanto. Porque todos habíamos ido al cine antes y esa vez era distinta a cualquier otra (y eso que algunos se echaron una buena siesta durante la película). Dentro de la casa también montamos nuestras fiestecillas, claro. Jugamos al bingo, bailamos, hicimos dos sesiones de cine de verano en la explanada… Y los ratos libres pasaban volando porque te ponías a hablar con el primero con el que te encontrabas, o porque te ibas a visitar a Chico y se te escurría el tiempo, o porque te ponías a compartir lo vivido con los demás voluntarios…
Los demás voluntarios. He tenido la suerte de pasar diez días con diez personas maravillosas. En un principio conocía sólo a Fernando Bueno, religioso de los Sagrados Corazones y, además, mi padrino de confirmación, y a Gema de Paz, también religiosa de la congregación. Ambos eran nuestros coordinadores. Luego fui conociendo, poco a poco, al resto de voluntarios, y no puedo hacer otra cosa que expresar mi gratitud por su forma de acogerme y de hacerme reír incluso cuando no tenía fuerzas de puro cansancio. Ahora, estando ya cada uno en su casa, se echan de menos esas bromas y ese humor tan peculiar que cuidábamos tanto.
Otra cosa que sorprende en esta casa es su confianza en la Providencia. Visto desde fuera, escapa de nuestro entendimiento. Sin embargo, las hermanas saben acercarte a esa forma de vida. Su obra es sencillamente increíble. Lo que nosotros hemos estado haciendo durante diez días, lo que ha agotado nuestras energías, lo hacen ellas durante todo el año, sin descanso y sin quejarse. Han sido y son un ejemplo de dejarse llevar por el Señor. El control que tiene Mari Ángeles «la jefa» sobre todos, porque les conoce más que nadie, la actividad de Ana, la bondad de María y la timidez de Carmen nos rodearon y nos hicieron sentirnos como en casa.
En definitiva, no puedo parar de dar gracias a Dios por esta experiencia. Dicen que esta casa te marca y cambia tu vida. Siempre pensé que era una exageración… Pero ahora que he vivido estos días allí, puedo ver lo equivocada que estaba. Esta casa te mueve por dentro y modifica tu forma de mirar la realidad. Se abandona la lógica del mundo para acoger la lógica de Dios. Esta familia, porque sí, es una auténtica familia, te ofrece la oportunidad de vivir una felicidad única, una experiencia tan grande de Dios que no es fácil contarla con palabras. Es necesario vivirlo para poder entender cuánto nos ama Dios, en especial a los más frágiles.
Fdo.: Belén Fernández Fernández