De Carmen Torres.
Como quiera que, aunque todos tenemos una edad, yo tengo algo más que eso, le encargo la misión de escribir a mi hijo Joaquín y yo me quedo con el papel de ir contándole vivencias y anécdotas de estos más de 60 años de relación con Regina Mundi. Que él tome lo que más conveniente estime y lo vuelque después aquí para que, aquellos que lo deseen, conozcan un poco más de este tiempo que tan rápido se ha ido convirtiendo en historia.
El título de este relato lo ha puesto Joaquín, que sabe mucho de boleros y de su querida Panamá, y es por eso que lo tomó de la preciosa y famosa composición del panameño Carlos Eleta. Al fin y al cabo, también lo mío, dice él, es la historia de un amor…
Mi primer conocimiento de la Institución fue allá por el principio de los años sesenta del pasado siglo, en unos cursillos de cristiandad, muy cerquita de donde la Casa se encuentra, y fue D. Publio Escudero quien nos habló de aquella obra a la que mi querida amiga Hortensia y yo decidimos acercarnos y conocer. Y el resultado de aquel encuentro (cosas de nuevo de Joaquín), lo podríamos definir tomando una pequeña parte de otra bellísima canción, Extraños en la Noche, en este caso cantada por Frank Sinatra; dice así: “…Desde ese día, hemos estado juntos, amantes para siempre, enamorados a primera vista…”.
Uno de los primeros voluntarios que allí conocí, Félix se llamaba, era portero en una casa de República Argentina y nos contó que, en la festividad de la Epifanía del Señor, él, con muy pocos medios y un poco de cualquier manera, se vestía de rey mago y se acercaba para entregar algunos regalitos a las personas acogidas en la Casa. Fue entonces cuando, con su consentimiento, Hortensia y yo decidimos echarle una mano, aunque tampoco nosotras teníamos mucho más que lo que podía aportar Félix.
La cosa fue que a Félix le salió un mejor trabajo en Madrid y, naturalmente, se marchó, de manera que fue entonces cuando de verdad nos encontramos con nuestro compromiso, pero más solas que la una.
- ¿Cómo lo vamos a hacer, Carmela? Me preguntó Hortensia.
- Pues, mira, si las Hermanas y los acogidos en la Casa viven de la Providencia los 365 días del año, ¿por qué no vamos a hacer lo mismo nosotras durante los días que necesitemos para prepararlo todo?
Así fue como nos pusimos manos a la obra. Y como Hortensia tenía mucha gracia y mucho arte, ella se encargaría de buscar ayuda económica a través de amistades y conocidos y yo me dediqué a buscar, en primer lugar, ropas para los reyes que, gracias a Manolo, mi marido, enseguida las tuvimos y con ellas nos fuimos a un amigo, Pablo Carrión, que nos confeccionó unos trajes preciosos. Después, hicimos las coronas, y con mucho espumillón y plumas de pavo real que teníamos en mi casa, pudimos organizar una comitiva en la que mis hijos iban de paje acompañando a los reyes y repartiendo los regalos que, finalmente, alcanzaron para todos.
A partir de aquel año, sería 1962 ó 1963, y hasta hoy, todo aquello de la fiesta de Reyes ha seguido funcionando gracias a tantas personas que se fueron incorporando al proyecto, aportando tanto o más que nosotras. Antonio Valdivieso, Antonio Ruiz Granados, Paco Fontiveros, mi prima María Luisa y toda su familia, mis hijos y nietos…. Qué sé yo, muchísima gente buena que siguen ahí, aunque muchos ya no estén físicamente con nosotros.
De aquellos primeros años, por supuesto recuerdo con mucho cariño a las Hermanas, muy especialmente a Teresa Jáuregui, persona extraordinaria con la que fui entablando una gran amistad que duraría hasta que ella se nos fue. Y, cómo no, a tantos de los acogidos en la Casa. Tengo tan clara la imagen de Chico, que es el primero que se me viene a la cabeza. Tenía veintiún años cuando, yendo de paquete en una moto, esta topó fuertemente con una piedra o un bache grande y el pobre Chico, que iba distraído, cayó de espaldas, dándose un fuerte golpe en la cabeza. Lo recogieron y atendieron de inmediato, pero él decía que estaba bien y se marchó para su casa. Luego, un fuerte dolor de cabeza y la pérdida de conocimiento llegó para no despertar nunca más. Quedó en estado de coma y, después de una temporada en el hospital, lo mandaron de nuevo a su casa, pues nada más se podía hacer. Pasaron los días y la familia no tenía posibilidades de seguir el cuidado permanente de este joven, pues había que seguir atendiendo el trabajo y, en este caso, el de su padre era en un pueblo alejado de Sevilla. Finalmente, Chico terminó en Regina Mundi y allí estuvo más de veinte años hasta que falleció.
Recuerdo que su padre, un hombre muy bueno, venía todos los fines de semana para estar un rato con su hijo, e incluso inventó una especie de bañera para poder asearlo con mayor facilidad. Yo, cuando iba los martes, solía sentarme un rato a su lado y le hablaba diciéndole que tenía unos ojos muy bonitos y, a pesar de aquel coma tan lejano y ausente, la verdad es que más de una vez rodaron lágrimas por su cara mientras le tenía la mano cogida.
Cómo no acordarme de Fernando, que era la alegría de la casa. Yo le di de comer durante muchos años, pero perdí mi puesto al ser relevada por Pepe, un voluntario que iba a diario y que se ganó la preferencia convirtiéndose en su mejor amigo. El día de los Reyes Magos disfrutaba de lo lindo con los regalitos que, previamente, anunciaba Antonio con el micrófono: “¡Otro camión para Fernando!”. Y Fernando, con su gracia y alegría contagiosa, acababa dando las gracias a todos. “¡Grassia guapa!”, y tomando las manos de quien se le acercaba y, en voz algo más baja, le preguntaba: “¿tu tiene un sigarro?”…
Y así podría seguir, recordando anécdotas y vivencias de tantos que ya no están y de los que aquí felizmente siguen, pero sería interminable la lista de todas las personas que por la Casa han pasado. No solamente los acogidos, sino sus anfitrionas entregadas a los demás siguiendo el camino que marcara un día la fundadora de esta obra, Rosario Vilallonga. También, cómo no, esos anónimos y siempre dispuestos voluntarios que dedican una parte de su vida a echar una mano en aquellas tareas que cada día se requieren: cocina, limpieza, medicina, enseñanza, charla, acompañamiento… Brindando siempre y, sobre todo, el mucho cariño que siempre a raudales derrochan.
Mi experiencia personal a lo largo de estos más de sesenta años da para escribir mucho, pero no se trata de ocupar páginas sino de mostrar con este humilde testimonio mi más profundo agradecimiento, porque lo poco que aporté, siempre fue correspondido con una recompensa enormemente generosa en forma de alegría, de amor y de enseñanza, que es lo que siempre recojo cuando salgo de esta bendita Casa.
Doy las gracias en primer lugar a las Hermanas, también a todos los aquí acogidos y a tantas mujeres y hombres voluntarios que cada día comparten un poco de su vida con la Casa.
Y, sobre todo, doy las gracias a Dios por haberme permitido ser parte de esta ejemplar Institución llamada Regina Mundi.
Carmen Torres
20 de febrero de 2024